Placer encarnado
Por Uli Hernández
Un claxon sonó detrás de mí. Encima de su motoneta, un tipo flacucho me ladró en tailandés y me apuñaló con los ojos. Le dejé el paso libre. No dijo nada más y encajó su chatarra entre las otras mil estacionadas allí. Me detuve junto a uno de los dos postes con el letrero luminoso, cambiante, pero siempre tricolor…
Walking Street. Tan surreal. Una bestia insomne aquejada de una diarrea perpetua de caos, vicios y ruido. Siempre al límite. Siempre a punto de estallar. Cuando tu principal sustento es el turismo y un puto murciélago se atasca en la tubería y te cierra el flujo de efectivo por casi tres años, entonces estás en problemas. Lo más que queda es taparse la nariz, extirpar el cadáver putrefacto y culpable, y hacer todo lo posible para recuperar el tiempo perdido. Y precisamente eso era lo que yo intentaba.
Durante esos tres años, Noi Dao fue un pensamiento recurrente. La sentía atascada en mi cabeza como el murciélago de la tubería. A veces, entre sueños, creía oírla respirar. Estiraba la mano solo para encontrar la sábana arrugada y vacía. Algún gesto suyo surgía de pronto en otra mujer o la escuchaba reír en una garganta ajena. A pesar de la lejanía la llevaba pegada todo el rato.
Hay casi dieciséis mil kilómetros de México a Tailandia, pero entonces me parecía una distancia mucho mayor: la que separa este mundo del infierno, por ejemplo. No era la primera vez que estaba lejos de Noi Dao. Sin embargo, jamás la había extrañado tanto. Me resultaba increíblemente absurdo. Luego vi algunos videos de turistas que recorrían una Walking Street vacía, silenciosa y oscura, por la que incluso podían circular los autos, y lo entendí: tenía miedo de que fuera el final, de no ver a Noi Dao nunca más. Por eso, cuando las medidas sanitarias por fin se relajaron, reservé un vuelo sin pensarlo.
La busqué durante más de una semana. Quizás había cambiado de trabajo, o se había mudado, o quizás había muerto, yo qué sé. A lo mejor por eso había pensado tanto en ella.
Esa noche, bajo el letrero de Walking Street me resigné: acepté que no la encontraría. Más que desilusionado, me sentí triste y roto.
Sin mucho ánimo, con la elegancia de una mierda pisoteada, me adentré en el mar de fachadas y anuncios neón, en la mezcla absurda de hip hop, reggaetón, pop, dance y heavy metal, en el revoltijo de turistas, vendedores ambulantes, minifaldas, cerveza y sexo al alcance de unos bahts.
A mi izquierda, frente al 7-Eleven, tres jóvenes —creo que alemanes— lanzaban pelotas a un blanco. Dos fallaron. El tercero acertó y una chica en una jaula cayó de espaldas a una tina llena de agua. Más allá, un hombre con pelo a lo Mel Gibson en Corazón Valiente forcejeaba con una muchacha que lo tenía agarrado por la cintura; una niña se acercó, tiró del borde de la playera de Billy Wallace y le preguntó si quería comprar un ramo de rosas. Un mago hacía levitar un paquete de cigarros a las puertas del Hot Heaven. Completamente borracho, un anciano salió del bar. Iba colgado del cuello de dos jóvenes que hubieran podido ser sus bisnietas; tuvieron que guiarlo para que no tropezara con el mago. Dos chicas, una del Mermaids A Go Go y otra del BadWorld se disputaron un gringo que caminaba delante de mí. Él, con una risa nerviosa, solo atinaba a gritarles:
—Girls, girls! Easy!
El sudor me resbalaba por las sienes y me ardía en los ojos. La camisa se me adhería al pecho, a la espalda, a todos lados, pegajosa y traidora la muy hija de puta. Y las miradas y ademanes de las chicas eran incluso más asfixiantes que aquel calor de mierda.
No supe en qué momento, pero de repente llevaba una muchacha colgada del brazo. Tenía el pelo castaño, no muy largo, y usaba una camiseta diminuta que apenas si le cubría el pecho plano. Sobre los senos —o la falta de ellos— un letrero con los colores de Pornhub rezaba: SEXY DOLL. Sin dejar de caminar, Sexy Doll se paró de puntitas. El calor de su aliento en mi oído me enchinó la piel y me erizó los vellos del brazo.
—Do you want some easy love, handsome?
Le sonreí y le dije que quizás más tarde. Batallé un poco para que me soltara. El letrero del Tantalus Pub anunciaba la cerveza en 95 bahts. Pensé que ya había tenido suficiente. Estaba exhausto y sudoroso, debía apestar. Entré, me senté en la barra y pedí una cerveza.
El primer trago me supo a gloria. Cerré los ojos y restregué la botella helada por mi frente. El segundo trago me hizo sentir patético. Patético y pendejo.
Todos mis amigos se quedaban asombrados con mis historias de Pattaya. Casi se ponían a babear cuando escuchaban sobre las calles repletas de bares, de alcohol, de chicas sexys peleándose por ti. Sus ojos resplandecían ante un manjar prohibido cuyos jugos solo podían imaginar. Por supuesto jamás les conté que, desde hacía un tiempo, de entre todo ese ejército de diosas, yo siempre acababa con la misma: Noi Dao.
Pagaba una semana por adelantado y viajábamos hasta una playa remota en el sur. Durante siete días no existía Pattaya ni sus letreros neón, ni su escándalo de música, risas y cláxones, ni sus magos callejeros, niñas vendedoras de rosas o chicas lanzadas al agua; tampoco sus turistas ancianos sedientos de una piel fresca y joven ni sus ejércitos de colegialas y sirvientas en lencería. Solo existíamos nosotros: ella y yo. Noi Dao y yo. Lejos de todos, lejos del mundo. Del suyo y del mío.
Noi Dao era de Khao Lak. Su familia había muerto en el tsunami de 2004. Todos, menos ella. Un milagro o una jugarreta del destino según se quiera ver. Tenía apenas cinco años cuando pasó. Le pregunté si los extrañaba y me contestó que no. En su inglés entrecortado me explicó que desde entonces los sentía siempre a su alrededor, aunque no de buena manera. Celosos y resentidos, le reprochaban no haberlos acompañado.
—Is a debt, my love. Someday I pay it.
Con el tiempo, noté que Noi Dao empezaba a mostrarse bastante interesada en México. Quizás demasiado. Solía preguntarme por ejemplo cómo era la vida, el clima y la comida, y me soltaba indirectas de que algún día le encantaría estar de visita. Hasta aprendió una que otra palabra en español. Decía que después de los veinticinco estaría demasiado vieja para seguir siendo una chica de bar y que más valía pensar en el futuro.
En varias ocasiones llegó a afirmar que teníamos una conexión. Yo no le creí. Sabía que las chicas como ella no la tenían nada fácil, pero también que eran capaces de engatusar al primer imbécil que se les pusiera de modo.
La última vez que nos vimos me entregó un papel con su número. Había una frase escrita: “No me dejes nadar en el lago”. Así, en español. No la entendí. Ella ni siquiera sabía nadar. Pensé que era solo un intento torpe de presumirme sus avances en el idioma. Prometí que la llamaría. Apenas nos alejamos, rompí el papel y lo eché en el primer bote de basura que se me atravesó. Me sentí orgulloso. Yo no me convertiría en el puto Richard Gere.
No voy a decir que no fantaseé algunas veces con seguirle el juego, con llevarla a México. Pero si eso llegaba a pasar, toda la magia se iría por el caño. Noi Dao dejaría de ser ese rincón secreto de la Tierra en el que me refugiaba cada tanto, ese sueño cálido de deseo desbordado y desinhibido, la mujer en la que mis más ocultas fantasías se materializaban en carne, sudor, saliva y fluidos. Porque a partir de ese instante, Noi Dao se volvería realidad. Y no estaba dispuesto a pagar ese precio. Mejor dejar las cosas como estaban.
Jamás hablé con nadie sobre Noi Dao. Jamás pronuncié su nombre más allá de las veces en que, aferrado a su cintura, con los ojos devorándole la espalda, me acalambraba en un orgasmo largo y eléctrico. Entonces no podía refrenarme, en medio del arrebato gritaba algo que hasta para mí sonaba como una súplica: «¡Te amo, Noi Dao, te amo!». Nunca supe si Noi Dao conocía el significado de mis aullidos. Ella no lo preguntó y yo tampoco se lo expliqué. Ahora, sentado en la barra del Tantalus Pub, después de buscar por todos lados y no encontrarla, no tuve dudas. Siempre, cada vez que había dicho aquellas palabras, las había dicho en serio. Tal vez sí tenía algo de Richard Gere después de todo. Patético y pendejo.
Una chica teñida de rubio llegó y se sentó a mi lado, de espaldas a la barra. Sonrió igual que si nos conociéramos de años. Con los dedos entrelazados encima del minivestido y las rodillas muy juntas, representaba la viva imagen del recato. Dijo algo en un inglés que no entendí. Tampoco pedí que me lo repitiera.
—How much? —le pregunté.
Sin alterar en absoluto su sonrisa, ella se acercó y susurró la cantidad en mi oído. Dejé los 95 bahts de la cerveza sobre la barra, agarré de la mano a la chica y salimos del Tantalus Pub.
La despedí un par de horas más tarde. Encendí un cigarrillo y, así desnudo, me senté delante de la laptop. No encontré vuelo de regreso para el día siguiente, así que, resignado, compré uno que salía dos días después. A la mierda todo.
Casi al mediodía, luego de hacer la maleta, salí a desayunar. Ojeé la carta con fastidio: no tenía hambre. Al alzar la vista, descubrí que, en la mesa de enfrente, Jaden o Gerald, un ruso-americano al que conocía de mis viajes anteriores, devoraba un enorme plato de no-se-qué.
Fingí no verlo. Lo que menos deseaba era ponerme a platicar. Al poco rato, advertí cómo, sin dejar de masticar ni de meterse más y más comida en la boca, Jaden/Gerald me aguijoneaba con la mirada. Movió una mano. Continué ignorándolo, pero él empezó a agitar los dos brazos igual a un bañista que se ahoga o a una paloma asustada. Actué con sorpresa, como si recién lo hubiera visto. Con mi mejor cara, caminé hasta su mesa.
Un turista solitario en Pattaya siempre resulta bastante sospechoso. Y a Jaden/Gerald nadie lo acompañaba. Aun así, rebosaba satisfacción y virilidad.
—Estuve en el hospital. —Fue lo primero que dijo—. Me metieron un tubo por la garganta y así casi por un mes. Pensé que no la libraría. Luego otros dos meses en casa con oxígeno las veinticuatro horas. ¿Tú no te enfermaste?
—No.
—Bien por ti. La vida es corta, hay que disfrutarla. ¿Cómo te va? ¿Cuánto tiempo te quedarás?
—No mucho.
—Qué lástima. Yo llevo aquí más de un mes. No quiero irme. Voy a poner en orden algunos asuntos y regreso, espero que por tiempo indefinido. ¿Dónde está tu chica? ¿Cómo se llamaba?
—¿No crees que este lugar ha cambiado? —pregunté para evitar contestarle—. ¿Te parece que es el mismo de antes? De antes de la pandemia, quiero decir.
—Claro que no es el mismo. Esa mierda nos afectó a todos. Mucha gente murió. Gente vieja, gente joven, de toda. Y este lugar sin turismo también se muere. Y las pobres chicas, ¡uff!, ni se diga. Pero dale tiempo, dale tiempo. Tal vez no vuelva a ser lo mismo de antes, pero se reinventará. Si sabes a qué me refiero…
—No realmente…
—A eso otro, lo que tanto preocupa a los dueños de los bares.
—¿Qué cosa?
Jaden/Gerald dejó caer el tenedor en el plato. Su mirada fue la de un Testigo de Jehová ante quien jamás ha oído hablar de Jesús.
—Ya sabes, la isla… ¿no?
Negué con la cabeza. Jaden/Gerald me indicó con el dedo que me acercara. Se inclinó hacia mí y habló en voz baja:
—No les gusta que se hable del tema. Les quita clientes, supongo. Además, se supone que no es legal. Los ferris ya no te llevan. Hace años lo hacían, pero ya no. Ahora tienes que arreglarte con algún lanchero del puerto. Si pagas la cantidad correcta no se negará a llevarte.
—¿De qué se trata? —pregunté intrigado.
—Entre Ko Lan y Ko Phai hay una isla pequeña, insignificante: Ko Meuk se llama. Y en esa isla hay un lago de agua dulce. Lo único que lo habita son cientos y cientos de medusas. Al no tener depredadores, las medusas se han vuelto… inofensivas.
Retrocedí en mi asiento. Jamás me hubiera imaginado que Jaden/Gerald fuera un entusiasta de la fauna marina. Procuré cargar mi sonrisa con todo el desprecio del que fui capaz:
—Sí, recuerdo algo de eso. Creo que alguien me ofreció un tour hace unos quince años o más. No lo acepté. No es la clase de turismo que a mí me gusta, Gerald. —Gracias a ese resentimiento que le nació en los ojos, supe que su verdadero nombre debía de ser Jaden.
—No. No entiendes —se apresuró a decir—. Nada que ver con hace quince años. Ahora es diferente. Las medusas están acostumbradas a que los humanos naden con ellas y han desarrollado un comportamiento de lo más peculiar. —Jaden/que-no-Gerald habló aún más bajo—: En cuanto te metes en el lago, esas cosas se pelean por llegar a ti, ya sabes… —Jaden silbó mientras se señalaba la entrepierna—. No importa si tienes coño o verga, a ellas les da lo mismo. La ganadora se te pega y no te suelta hasta darte la mejor corrida de tu existencia. Créeme que no se compara con ninguna boca, coño o culo que hayas probado.
Tras un breve silencio, con su reputación de turista sexual debidamente reivindicada, Jaden arremetió contra lo que aún le quedaba en el plato. No dijo nada más. Era evidente que estaba molesto porque lo había llamado Gerald. Por eso y porque me había burlado de él al considerarlo un mero bañista que disfrutaba de dormir con los peces. Quizás nunca me lo perdonaría. Tuve la certeza de que, si acaso volvíamos a encontrarnos, ahora sería él quien fingiría no verme. Mejor así.
Un mesero se acercó a tomarme la orden. Le dije que no comería nada. Al despedirme, Jaden movió la cabeza con desdén y sin voltear a verme. ¡Pues que se joda!, pensé.
Salí y caminé hacia el puerto. Ko Meuk. El nombre me sonaba de algo, pero no pude recordar de qué.
Mis intentos de regateo fueron en vano. Traté de una y mil formas, pero el lanchero no cedió. Tan solo conseguí sacar de quicio a una gringa que aguardaba en el bote. En el muelle atracó otra lancha para dejar a un ruidoso grupo de turistas. Hablaban en inglés, se veían más que felices y, cuando empezaron a bajar, me dio la impresión de que las piernas les temblaban. Un calvo de piel enrojecida se volvió, alzó los pulgares y me enseñó los dientes. Le devolví la sonrisa con un asentimiento y la mano cornuda. No me pregunten por qué.
«La cantidad correcta» había dicho Jaden. Le pagué al lanchero y me senté frente a la gringa. Le vi intensiones de sacarme plática, así que agarré el teléfono y simulé mensajearme con alguien. El lanchero siguió esperando durante unos minutos. Nadie más se acercó, así que desató las amarras y encendió el motor.
El trayecto no estuvo mal: cielo despejado, mar en calma. Nada de esas monumentales rocas de piedra caliza que Hollywood siempre te restriega en la cara. Para eso habría que viajar a la costa occidental, al mar de Andamán y sus islas “James Bond”. Oficialmente no se llaman así, pero es el nombre por el que las conoce todo mundo.
Luego de unos quince minutos, pasamos por un costado de las colinas ridículamente perfectas de Ko Lan. Un poco más allá, no tardé en avistar una insulsa elevación de selva en medio del agua. Nada memorable. La costa era una franja de arena blanca, un ensortijado de raíces y una pared de rocas más afiladas que el pito de un viejo con sobredosis de viagra en Walking Street. Eso era todo. ¿Y si Jaden me había visto la cara de imbécil? Cabía la posibilidad. Qué hijo de puta.
Atracamos en la playa. Justo al lado había una señalización de “Prohibido el paso”. El ruido del oleaje era claro y profundo, pero apenas por detrás de la línea de vegetación, me pareció percibir que la isla irradiaba su propio silencio, atronador y terrible, capaz de envolver a cualquiera que se internara lo suficiente. El lanchero nos señaló un pequeño sendero en la hierba y dijo:
—That way.
Jaden no mentía. Más bien se quedaba corto.
Al principio pensé en Noi Dao, pero luego ya no fue necesario. Con el agua hasta la barbilla y la vista nublada, percibí los latidos de mi corazón en los oídos. Sentí los brazos y las piernas hormigueándome. Toda la sangre se acumuló en mi erección, una erección que no hacía más que aumentar conforme la medusa me succionaba. En toda mi vida nunca había experimentado nada ni remotamente cercano. De haber podido lograr semejante grado de dureza en condiciones normales, hubiese sido una leyenda entre las mujeres.
No muy lejos de mí, los gemidos de la gringa sonaban remotos, ahogados. Pronto dejé de oírlos. Imposible concentrarme en algo más que no fuera mi propio placer. Busqué algo de qué agarrarme. Como no lo encontré, clavé las uñas en mis muslos. Terminé sin pudor en una explosión escandalosa, con una serie de gritos y gruñidos que hicieron eco por toda la isla.
Salí y me tendí al sol. Aún jadeaba. Una sola idea me reptaba el cerebro: repetir la experiencia. Una vez más. Y luego otra. Y otra. Cientos de veces. Estaba dispuesto a morirme dentro de aquel puto lago, rodeado por mi estirpe no nacida —y la de quién sabe cuántos más—, flotando entre las medusas en un agua surcada de largos hilos lechosos.
Cuando atardeció, sentí pena por tener que irme. En la ducha del hotel, noté que la erección no cedía del todo, seguía ahí, palpitando, rogando por más. Consideré salir a buscar una chica, pero me aterró la idea de terminar decepcionado. Abrí la laptop y cancelé mi vuelo del día siguiente. Activé el modo celibato. Al menos hasta la primera hora de la mañana.
No pude dormir.
Un mes. No falté un solo día. En Ko Meuk las horas se contaban en orgasmos. Y las horas nunca bastaban. Tomaba el primer bote y regresaba en el último: extenuado, aunque jamás satisfecho.
Con el tiempo incluso conseguí ganarme la confianza de Kaeo, el lanchero. Nos convertimos en algo así como amigos. Él apenas pasaba de los veinte años y era soltero. Toda su vida consistía en transportar gente del puerto de Pattaya a la isla y viceversa. Según me dijo, ahorraba el dinero para poder abrir un restaurante. En sus horas de descanso, Kaeo tendía una hamaca entre dos árboles y se echaba a dormir con el sombrero en la cara.
Ya en confianza, una tarde le pregunté por qué jamás lo había visto meterse en el lago. Kaeo no despegó los ojos del horizonte, de la costa de Pattaya agrandándose conforme la lancha cortaba la superficie de las olas. Insistí. Él solo meneó la cabeza, sonrió y me contestó:
—Not for me, my friend. Not for me…
Como él, había también otros lancheros, y todos se mantenían alejados del agua. Parecían inmunes a la tentación, indiferentes al placer. Tampoco se veían otros tailandeses por ahí. Debía de ser cosa de ellos, de los lugareños, algo en sus creencias o convicciones que los hacía rehuir del entretenimiento bajo y decadente de los turistas. Mejor. Más para nosotros.
Al cabo de ese mes que pasé en Ko Meuk, mis finanzas estaban en números rojos. La comida y el hotel podía seguir pagándolos con la tarjeta de crédito, pero no los honorarios de Kaeo. Para eso necesitaba sí o sí de efectivo. Nuestra amistad tenía ciertos límites. Regresar a México se convirtió entonces en una prioridad. Allá podría conseguir más dinero, pediría prestado o lo que fuera.
Además, tampoco andaba muy bien de salud que digamos. Tenía esta suerte de resfriado, algo leve, aunque molesto. Persistente, quiero decir. Empezó como cansancio y un muy ligero dolor en las muñecas, las rodillas y la parte interna de los codos. Me sentía con fiebre a pesar de que el termómetro indicaba lo contrario. De la nada me llegaba una sensación de caída. Sucedía estando sentado, de pie o en la cama, pero era tan fugaz que nunca lograba definir si en verdad ocurría o si solo me la imaginaba.
Recuerdo que un día en medio del lago, de pronto me sentí nadando en algo mucho más viscoso y turbio que el agua, un licuado de lodo, cartílagos y algas putrefactas. Mis brazos y piernas se aflojaron y escuché —igual que si alguien bajara la perilla del volumen— el sonido del mundo apagándose. El peso de aquel lodo me sepultó, su verdor repugnante se me metió en los ojos, en los oídos, invadió mi lengua y se atascó en mi garganta. Se parecía mucho a esas pesadillas en las que te crees despierto, esas en las que sabes que hay alguien mirándote, pero no puedes mover un puto dedo, mucho menos gritar.
Incansable, la medusa me succionaba y al mismo tiempo me hundía. Dejé de poner resistencia. «Está bien, es lo justo. Se lo debo», pensé. Muy arriba, sobre mi cabeza, los rayos del sol atravesaban los cuerpos de las otras medusas y ellas agitaban sus apéndices como si me despidieran. La superficie se convirtió en un círculo tembloroso de agua cristalina cada vez más remoto, la típica luz al final del túnel. Pero yo no nadaba hacia la luz. Al contrario, yo me alejaba. O más bien, a mí me arrastraban lejos de ella. Hasta la gelidez y la oscuridad del fondo.
Bajé la vista. Un grito hizo brotar una columna de burbujas de mi boca. En lugar de la medusa, aferrada a mí con toda la fuerza de sus labios y lengua, con ojos vidriosos, muertos y llenos de resentimiento, encontré a Noi Dao. Pataleé para soltarme, pero ella me encajó las uñas y tiró con más fuerza.
Cuando volví a mirar, advertí que más allá, en lo profundo del lago, bajo los pies de Noi Dao, algo parpadeaba. Cientos de pequeños puntos luminosos como una colonia de luciérnagas abismales. No eran peces o criaturas del agua sino ojos. Los ojos de decenas y decenas de otras mujeres.
Desperté en la hierba, con Kaeo arrodillado a mi derecha y tan empapado como yo. Escudriñaba el agua con una mezcla de miedo y desconfianza. Cerca de nosotros, los demás turistas nos veían con cara de asustados. Me contaron todo. Al parecer, sufrí un desmayo mientras nadaba con la medusa. Dijeron que comencé a hundirme sin más. Alguien en la orilla se dio cuenta y comenzó a dar de voces. Nadie se atrevía a ayudarme. Temían que los arrastrara también. Adormilado en su hamaca, Kaeo escuchó el alboroto, fue a ver y, cuando vio que era yo el que se ahogaba, se arrojó al lago.
Esa tarde, al despedirnos en el puerto, le agradecí una vez más y le di una generosa propina. Kaeo se puso muy serio, como nunca antes lo había visto. Me dijo que, aunque yo le caía bien, si algo así volvía a suceder, él por nada del mundo se metería de nuevo en ese lugar maldito. Usó exactamente esas palabras.
Los últimos días que pasé en Pattaya mi enfermedad empeoró. Compré medicina para las alergias, para la gripe: no me hizo ni cosquillas. Las sienes me punzaban, me faltaba el aire y sentía la garganta obstruida. El dolor ya no se limitaba a mis articulaciones, se me había ido a los huesos. Pasaba frío cada minuto, sobre todo de noche. Un par de pruebas rápidas que había traído de México dieron negativo.
Consideré que quizás solo me hallaba exhausto. Después de todo, mi cuerpo no era una máquina, y hasta una máquina falla si la sometes a jornadas tan agotadoras como las de Ko Meuk. Y, sin embargo, los únicos instantes en los que conseguía olvidarme de todo eran esos en los que nadaba en el lago. Rodeado por las medusas sentía sus caricias en los brazos, en el torso, en la espalda. Hasta que alguna de ellas se me pegaba. Entonces no existía ningún malestar. Entonces el placer y solo el placer lo abarcaba todo. Pero no duraba para siempre y el círculo volvía a empezar.
A menudo me desvelaba pensando en las palabras de Kaeo: ese lugar maldito. Por más que intenté, no pude arrancarle ninguna otra cosa. Los límites de nuestra amistad, supuse. También, a cada rato me venía a la cabeza mi alucinación con Noi Dao.
La noche antes de mi vuelo de regreso, salí a Walking Street. Busqué una chica que hablara inglés de manera más o menos fluida. Le pagué por adelantado, la llevé al hotel y allí le dije que no quería más que hablar. Dijo que no tenía ningún problema. Fingí ser un escritor que investigaba lugares misteriosos. Le dije que había escuchado sobre una isla de la que los locales tenían cierto temor. «Ko Meuk, creo que se llama». Por la cara que puso, supe que ahora sí tenía un problema y que ya no le parecía tan buena idea que nos dedicáramos solo a charlar. Se levantó de la orilla de la cama y fue hacia la puerta. Prometí pagarle el doble si me decía algo, lo que fuera. Saqué la cartera y le tendí los bahts.
—Quisiera poder hablarte de ese lugar, pero me cuesta mucho. Hace unos años perdí allí a una amiga… —La voz se le quebró—. Ahora he escuchado que los turistas lo usan como…
Abrió la puerta de la habitación.
—Por favor, dime algo más…
Ella se lo pensó un momento. Luego dijo:
—Hay un bosque en Japón, seguro lo conoces o has oído de él, es un bosque al que la gente va a… —Sus ojos se rasaron—. Bueno, pues aquí es lo mismo.
Tiró del picaporte y salió a toda prisa. Me quedé con la mano estirada y llena de bahts sudorosos escuchando sus pasos huecos alejarse por el pasillo.
Tumbado en la cama, esperé a que el sueño me venciera, pero no podía pensar en nada más que en Ko Meuk. Así que encendí la laptop. Todos los resultados trataban sobre el tema de las medusas, aquello de que se habían vuelto inofensivas, una maravilla de la naturaleza y todas esas pendejadas. De que se peleaban por chuparte lo que tuvieras entre las piernas ni una sola mención, por supuesto. Me sentía débil, molido a palos, con un escurrimiento nasal que no cedía. Indagué sobre el bosque japonés que había mencionado la chica. Por fin, luego de hurgar bastante en distintos sitios, lo encontré: un artículo —el artículo— sobre Aokigahara, el bosque de los suicidios en las faldas del monte Fuji.
Hacia al final mencionaba otros lugares similares en el mundo: Suicide Cliff en Hong Kong, The Gap en Australia y por supuesto el lago de la isla Ko Meuk en Tailandia. Decía: «… desde hace más de una década es usado principalmente por las llamadas “chicas de bar” de Pattaya».
Por eso, cuando Jaden lo mencionó la primera vez, el nombre de Ko Meuk me había resultado tan familiar. Había leído ese mismo artículo varios años antes. Hasta me propuse preguntarle a Noi Dao por esa isla en mi próxima visita. Luego sucedió aquello del murciélago en la tubería y el mundo se fue a la mierda. Acabé olvidándolo por completo. O tal vez no por completo. Por lo visto, el recuerdo se quedó ahí, enterrado, incubándose y aguardando —como todos los recuerdos— el momento oportuno de salir.
Amanecía. Me sentía hecho trizas y apenas si tenía tiempo para llegar al aeropuerto.
No supe cómo, pero conseguí sortear los filtros sanitarios. Yo mismo no me lo creí cuando el termómetro se puso en verde y arrojó un parámetro normal de 36º. A pesar del calor infernal, no paraba de estremecerme. Me sentía tan exhausto, tan aporreado, con las piernas acalambradas y endebles y la cabeza metida dentro de un cubo al vacío, que pensé que iba a desmayarme. Lo único que anhelaba era poder llegar a casa, tumbarme en la cama y convalecer a mis anchas.
Entré en una cafetería, compré un té de manzanilla con canela y no sé qué más. El sabor fue asqueroso, salado con un tufo de podrido. Me costó beberlo, tragarlo, mejor dicho. Se me atoraba en la garganta como si en vez de agua estuviera hecho con grasa de motor.
Abordé el avión. La aceleración del despegue me licuó los intestinos. Tuve que esforzarme por aguantar el vómito. Nada pude hacer con los ruidos extraños que se me escaparon: borboteos, ebulliciones, una especie de hipo gutural y otras cosas parecidas a eructos. La mujer de al lado me veía de reojo y se retorcía las manos. Luego, mi malestar disminuyó. Las horas siguientes transcurrieron en relativa calma. Pude dormir un buen rato.
Desperté justo cuando servían la comida. La historia del té se repitió. Era como zamparse un plato de mariscos tibios, crudos y gelatinosos bañados en sal. Para quitarme el sabor pedí una de esas botellas pequeñas de vino, pero no ayudó, al contrario. En cuanto lo probé me quemó la boca. Escupí el trago de regreso en el vaso. La mujer de al lado esta vez no se resistió a expresar su disgusto y emitió un bufido. No pasó mucho para que me entraran ganas de ir al baño.
Caminé hasta la parte trasera del avión agarrándome del portaequipaje. A veces la urgencia de mi vejiga iba más allá. Una punzada me obligaba a dar pasos más pequeños o de plano a detenerme encorvado por el dolor. No grité solo porque aún conservaba algo de dignidad.
Completamente empapado de sudor, llegué al baño. Apenas desabroché mis pantalones, la orina se desbordó. El estrépito del chorro se impuso al de los motores. Cayó ruidoso y abundante bajo la forma de un pequeño caudal ambarino. Cerré los ojos, resoplé. Mi nariz congestionada produjo un silbido ridículo. Sonreí ante la idea de un globo que se infla y se contrae, tan parecido a una...
El último tramo de orina me arrancó un aullido. Manoteé las paredes del cubículo y por puro instinto retuve el flujo. Ni loco quería volver a sentir aquel pinchazo y a la vez me urgía expulsar lo que aún me quedaba. Vacilé unos segundos. Cobré valor. Dolió como un demonio cuando lo solté. En algún momento quise otra vez detenerme. Imposible, no pude. Maldije a gritos. Un poco de mi alma se iba en cada milímetro cúbico. La última parte presentó un color oscuro, medio azulado como tinta. Hacía pensar en podredumbre, en algo muerto y engusanado en mis entrañas. Aunque repugnante, la secreción esa no olía mal, no olía a nada.
Acabé, pero la molestia perduró: la encantadora combinación de una vejiga llena con una patada en los huevos. Algo recorrió el interior de mi pene. Lo sentí serpentear a lo largo y estamparse contra la punta. Obstinado, empujaba y empujaba decidido a salir. Mi cara escurría de sudor, de lágrimas, de un poco de cada uno, no sé. Ya no era capaz ni siquiera de articular maldiciones. Aullé puros gritos y gruñidos. Y aquella cosa no se cansaba. Di de puñetazos en las paredes de plástico. En el pasillo hubo un taconeo y luego la voz de la azafata:
—Señor, ¿se encuentra bien?
En eso, la punta de mi pene se rasgó. Un reguero de sangre se esparció por el cubículo igual que si alguien hubiera disparado un pulverizador. Parte de la salpicadura alcanzó mi cara. Las pestañas se me llenaron de partículas rojizas y temblorosas que estorbaron aún más a mi ya de por sí empañada visión de túnel.
Perdí el equilibrio. Golpeé con el hombro la parte derecha del baño. Al ver mi pene de nuevo, descubrí que algo asomaba por el meato, una protuberancia blancuzca, un pequeño pólipo que se balancea arriba y abajo como la cabeza de un gusano, como una asquerosa florecilla mecida por el viento.
—Señor, ¿se encuentra bien?
—No…
—¿Señor? —No había manera de que la azafata pudiera oír aquel guiñapo de voz. Quise abrir la puerta, más no tuve fuerzas.
—Ayuda, por favor… —Esta vez la azafata se alejó por el pasillo, en busca de la llave, supuse.
Mientras tanto, el pólipo intentaba abrirse, florecer, y efectivamente lo consiguió. Estalló en un montón de diminutas motas ingrávidas. Se dispersaron por el baño desafiando la física con su diabólica danza voladora.
Me deslicé y caí de nalgas en el piso. Contemplé las esferitas blanquecinas, casi transparentes. Se impulsaban hacia arriba y hacia adelante por medio de espasmos regulares, rítmicos más bien. Una de ellas pasó muy cerca de mi cara. Noté que en realidad no era esférica, sino que tenía otra forma, una forma como de sombrilla. En su parte inferior oscilaba un racimo de apéndices largos y viscosos.
La puerta del baño se abrió. Apenas puso un pie adentro, la azafata perdió todo su color. Intentaba decir algo, pero la impresión la había dejado muda. Sentado en el suelo, con los pantalones en los tobillos y el pene chorreando sangre y pus negra, alcé mi dedo tembloroso y le señalé las medusas.
El conjunto aminoró la velocidad, se agrupó. Sus cuerpos traslúcidos reflejaban destellos tornasolados, el espectro entero del arcoíris plasmado en cada una de ellas. Esperaron a que la última de sus hermanas se uniera al resto. Se mantuvieron estáticas, pulsando sin moverse de sitio, sin desplazarse, reunidas en una sola colonia de belleza hipnótica y aterradora. Luego, el enjambre completo, moviéndose como un solo organismo, se lanzó sobre la azafata. Ella huyó del baño y un griterío se desató por todo el avión.
Apreté los ojos y los dientes ante una nueva punzada de dolor. «No me dejes nadar en el lago». ¿Por qué ese recuerdo justo en ese momento? Cuando volví a mirar, ya no me encontraba solo. Frente a mí, en el estrecho cubículo a cuarenta mil pies de altura, se erguía Noi Dao. Su cabello y su vestido chorreaban agua negra y pestilente. Tenía el cuello hinchado, la piel azul y un hilo de algas verdosas escurría sin cesar de sus ojos, nariz y boca. Habló con un borboteo, como si tuviera la garganta y los pulmones llenos de líquido:
—Pagué mi deuda, mi amor. Sigues tú…
Un nuevo pólipo asomó por el meato desgarrado y lo abrió todavía más. Me retorcí mientras me tiraba de los pelos. Noi Dao se inclinó sobre mí. Sonrió. Otro estallido de sangre y pus liberó una nueva camada de medusas. Y ya sentía otros pólipos —muchos más— abriéndose paso entre mis vísceras.